El padre de una compañera del colegio murió cuando ella tenía 12 años. Un día me la encontré después de muchos años sin verla. Estuvimos charlando y nos pusimos al día de nuestras vidas. Le conté que mis padres habían muerto y ella evocó aquel día terrible en el que tuvo que afrontar su primera pérdida. Me dijo que recordaba con mucha intensidad y gratitud que cuando llegué a su casa la tomé de la mano y no la solté en ningún momento; que así permanecimos durante horas, sin hablar, sólo cogidas de la mano. Yo lo recordaba perfectamente. Cómo no recordarlo. Cuando llegué, M. parecía perdida y sus ojos eran el doble de grandes: la estupefacción, la incredulidad, el horror agranda los ojos o los reduce a dos rayitas casi invisibles. Es la física del dolor.

Mi amado y maravilloso compañero murió hace 14 meses y lo que mejor recuerdo de este tiempo son los abrazos, los gestos, las lágrimas compartidas y ser escuchada por mi gente. A (casi) todos nos gusta ser validados de algún modo: que nos digan que dibujamos bien, que somos simpáticas o que tocamos genial la guitarra. Del mismo modo necesitamos validar nuestro dolor. Que el desgarro que sentimos no pierda su valor. Y eso suele suceder a causa de las palabras gastadas o desafortunadas. Dicho de otro modo: cuando alguien está en el peor momento de su vida, hay cosas que nunca se le deben decir.

Entiendo que es muy difícil encontrar las palabras adecuadas y no se duda de que se dicen con la mejor de las intenciones, pero hay frases que duelen o irritan y no es lo que necesitamos en ese momento. Ante la duda, da un largo abrazo. Consuela más.

«Yo lo quería mucho; lo voy a echar mucho de menos; cuánto me hacía reír; era muy dulce; qué buen amigo era; cuánto te quería; sin él el universo es más feo; no sé qué decirte: te quiero…» son ejemplos de palabras bienvenidas porque son un homenaje sincero. Me hicieron sentir gratitud y me proporcionaron consuelo.

«Todo sucede por una razón, confía en dios; la vida es así; haz cosas para entretenerte; tienes que hacer por vivir; anímate, el tiempo lo cura todo; lo que tienes que hacer es…» son ejemplos de palabras hueras que además hacen daño (y me ponían de muy mala leche). Sentía que me iba a volver loca. Contestaba con educación mientras por dentro quería estrangular al interlocutor y gritarle: «¡Mírame! ¿Es que no me ves, no lo comprendes? ¡Estoy muerta, muerta!». Y mientras yo asentía con la cabeza y soltaba por mi boca palabras llenas de coherencia y cordura para que quien me hablaba no se sintiera mal, el corazón me volvía a estallar en pedazos.

Tantos consejos me hacían sentir que no lo estaba haciendo bien y comencé a juzgar mi dolor y mis actos. Y eso me cabreó. Mucho.

Pero en algún momento lo comprendí todo (Talitha no es inocente de esta epifanía): que mi dolor es sólo mío, sólo yo marco los tiempos, los pasos, y no tengo por qué ocultar mi dolor para hacer que los demás se sientan mejor cuando me ven. Sólo yo decido lo que tengo o no tengo que hacer, lo que necesito y lo que no. Y si mis lágrimas han de cesar o ser un torrente infinito también lo decido yo.

Probablemente (seguro) yo cometí estos mismos errores con otras personas que sufrieron una pérdida, por eso os cuento esto, con la intención de que sirva de mini guía a quienes quieren consolar y no saben cómo.

Recuerda la alternativa del abrazo laaaaargo. ¿Y por qué largo? Porque me das tiempo a desahogarme, romperme, desmoronarme y confiar en ti, que es todo lo que necesito.

Y recuerda a esa niña que tomó de la mano a su amiga y no la soltó. Yo también lo haré. ¡Qué torpes nos volvemos cuando crecemos!

¡Ama y ensancha el alma!

[Risas finales. En el tanatorio un conocido se despidió y me dijo: «A pasarlo bien». Quedé primero atónita y luego me dio la risa (que tuve que disimular) porque pensé que a mi Pepe le habría hecho mucha gracia. Evidentemente el señor utilizó una frase hecha con la que quería desearme una noche tranquila en el tanatorio. En fin…]

Concha Moral

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